CARTA DE LUIS PABLO GÓMEZ DE VIDALES A AROLDO
ADIOS AROLDO
Me dan la noticia que en estas fechas festivas, el mismo día de navidad ha fallecido Aroldo; un amigo en la distancia tanto del espacio como del tiempo.
No tengo duda alguna que este personaje merecerá palabras mas amplias y mejor construidas que esta breve reseña, que a modo de epitafio quiero dedicar a este compañero de andanzas estéticas y vitales en una época entrañable, probablemente irrepetible y preñada de experiencias.
Fue Aroldo una imagen original, romántica, extravagante y moderna sobre el horizonte de un Toledo ensimismado, nostálgico, historicista y posado en una aptitud de arte arraigado en las normas y reglas de un pasado, repetido una y otra vez como aquellos “moldes” de escayolas que sacados de los aprendizajes de la Escuela de Artes, los toledanos colgaban en sus patios y corredores.
En aquellos tiempos este suizo con galgo, capa negra, delgado y con pipa, se acompañaba de una mujer también extranjera y de rubia belleza; recorría la ciudad, saludaba a sus vecinos, visitaba sus tabernas y terminaba metiéndose en su “Renault 4-L”, para asombro de todos sus conocidos.
Traía Aroldo en sus carpetas el afán del orden, la pasión de la secciona urea, del equilibrio, del análisis y de la sintesis; en definitiva aires y aromas de una forma de concebir el arte allende los pirineos. Tenia una manera de ejercer su prestancia de pintor con la imagen de la austeridad, la sombra permanente de la bohemia, los platos de espaguetis con queso, el fuerte aroma del tabaco de pipa y una voz potente y muy a menudo cargada de gracia y alegría, por supuesto impropia de un extranjero suizo, según los prototipos toledanos de aquellos años.
Aroldo llego a Toledo en el año 59, venia de Genova cargado de aires Italianos; ese año yo había llegado a Toledo desde Ocaña, tenía 11 años y los ojos llenos de meseta, luces y sol castellano.
Me acostumbre a ver al pintor extranjero de capa y galgo, antes de decidir que lo mío seria el dibujo y la pintura; diez años más tarde ya firmaba mis propios cuadros y miraba a Aroldo con el reojo de la admiración y la inocente envidia.
Tome caminos y derroteros que no coincidieron con Aroldo, y eso que vivió en la zona del arrabal a doscientos metros de mi casa, donde transcurrido el tiempo tuve la oportunidad de visitarle con reiteración y amistad
También le encontré posteriormente en la calle pozo amargo, lugar donde el tenia un estudio, y yo junto con otros jóvenes pintores estábamos cultivando la vid de Tolmo, un colectivo que pronto daría sus frutos dentro del arte de vanguardia y la cultura de trinchera en Toledo . A este Tolmo se incorporaría Aroldo transcurridos los dos primeros años y junto a su talante de orden y equilibrio, austeridad y bohemia nos trajo el aroma oriental de Kassue, mujer con la que nuestra internacionalización de Tolmo alcanzo su punto álgido. Y así hasta el cumpleaños de la primera década de Tolmo, Aroldo y Kassue nos dieron en la calle Santa Isabel junto con su entrañable compañía, momentos de interés y vivencias de autentico intercambio plástico y estético.
Nuestro amigo Aroldo partió de Toledo, posiblemente con la sensación de no ser del todo comprendido o plenamente aceptado, guío sus pasos a tierras de Almería donde ya había realizado múltiples incursiones, y por allá se quedo a la sombra de la Alcazaba , entere caseríos populares donde tenemos constancia que realizo interesantes tareas de integración entre la gente y su arquitectura. Seguramente si tuvo en Almería el reconocimiento que el siempre espero de Toledo; pero nunca supo Aroldo que esta ciudad, nuestro Toledo, nunca termina de reconocer a sus personajes, naturales o foráneos, pintores o poetas, músicos o de cualquier otra manifestación artística y cultural; si lo hubiera sabido, quien sabe, a lo mejor no nos habría abandonado allá por los años ochenta.
Ahora recibimos el luctuoso mensaje de su adiós, y al menos desde mi parcela, y con el convencimiento que coincidiré con más personas, vaya mi saludo afectivo y sincero para Aroldo, que recorre su último viaje.
Entre 2012 y 2013.
Luis Pablo Gómez Vidales
Un amigo de Aroldo.
Aroldo por Fernando de Giles, “Catálogo de “Tolmo 10 años”
Llegó hace veinte años a Toledo llamado por la luminaria, incandescente, llamarada, lumbre del Greco. Era él mismo una luciérnaga huida de la tierra del oso y se posó en un alero de Zocodover. Miró hacia abajo y vio una reata de burros aguadores cruzar la plaza, un soldado caqui pelando la pava bajo los soportales y una geometría de tejados tangentes a la catedral. Como de reojo, enseguida se percató de que el reloj del Arco de la Sangre atrasaba.
Había entonces aquí dos cafés que se llamaban “La Suiza” y “El Suizo”, y Aroldo debió pensar que algún compatriota le había tomado la delantera, pero enseguida se dio cuenta que no y, además, el tiempo y los banqueros le irían quitando el paisanaje y el café. Llegó y se quedó, digo, atraído por el Greco, y creo también por eso que tanto llama la atención a ciertos europeos: lo pintoresco (no lo típico, que es distinto y sólo atrae a los turistas), como a Rilke o más bien como a Prosper Mérimée.
Si no fuera por cierto perfil de osamenta equina sobre sus altos hombros, el espectro de su figura le hubiera prestado bien a Don Quijote, Aroldo, como él, era serio y circunspecto y sólo le distanciaba del hidalgo caballero –además de la osamenta- el que no estaba loco. Un borrico, en Totanés, le sirvió de sancha cabalgadura para comprobar molinos. Y una galga, “La Bruja”, que era como el complemento horizontal de su figura de veleta. Vino y se quedó. Y se puso a pintar.
Al poco hizo de Toledo lo que nadie antes jamás había visto: lo enmarcó entre un cartabón y una plomada y levantó lentamente, con precisión, el plano milimétrico, a mano alzada a veces, otras a cordel, de su telurismo arquitectónico. A nuestras mozas, que Aroldo, espiaba tras los cardenalíceos pliegues de su capa la pardilla, el pintor las convertía en óvalos, poliedros y fórmulas matemáticas. Convirtió en estampas populares, intelectualizadas por su manaza, las sillas de enea, las cucharas de palo y los botijos de agua de anís. Introdujo la sandalia polvorienta que se sujetaba en el dedo gordo. Nos paseó por las penumbras de los toldos del Corpus Christi una divagación oriental.
En Tolmo fue mucho tiempo la barra de platino iridado de medir los sueños, oficio que un buen día dejó, cuando, tal vez recordando su llegada, se hizo otra vez oruga, y desde el alero de Zocodover extendió su clara pupila, como de Tajo sin contaminar, y no encontró los burros aguadores, la pava del soldad, y se percató que daba bien la hora el reloj del Arco de la Sangre. Y viajó una vez más sediento siempre de lo pintoresco a buscar azules de añil y verdes de persianas allí donde más hería el sol. Y aunque Aroldo reniegue del greco, como él, nunca podrá escapar ya de la historia de la pintura toledana, porque, colgada del alero, enganchada en un canalón de cine, se dejó un día para siempre su más vieja plomada.
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