ESCUELA
DE VALLECAS
Al término de la Exposición
de Artistas Ibéricos, muchos de los participantes, como se ha dicho, toman
la determinación de viajar a París, centro capital del arte europeo; sin
embargo, no ocurre así con el pintor albaceteño Benjamín Palencia, ni con el
escultor toledano Alberto Sánchez, quienes permanecen en España trabajando su
propio lenguaje, muy apegados a la naturaleza castellana, “…Palencia y yo quedamos en Madrid con el deliberado propósito de poner
en pie el nuevo arte nacional, que compitiera con el de París…”[1]. Así, trascurridos ya dos años de ésta,
comienzan una etapa en la que ambos se sienten muy cómodos paseando
creativamente por la naturaleza y es, en contacto con ésta y mediante largas
conversaciones, cuando plantean la renovación del arte español[2]
como respuesta al movimiento vanguardista internacional. Ambos sienten la
necesidad de revitalizar la tradición del paisaje castellano, pero a través de
un lenguaje propio. Así, a una temática tradicional aportan una renovación
formal del Fauvismo y del Cubismo, para lo que utilizan sobre el lienzo un
emplaste grueso y texturado, consiguiendo la unión de la tradición formal con
la renovación creativa.
El grupo no emite ningún
manifiesto plástico, ni una orientación estética aglutinante. Inmersos entre el
postcubismo y el Surrealismo naciente, todo su objetivo se centra en que el
lenguaje artístico español compitiese con los posicionamientos vanguardistas
europeos. Dice Alberto Sánchez, “…yo
quería hacer un arte revolucionario que relegase una nueva vida social, que yo
veía reflejada plásticamente en el arte de los anteriores periodos históricos,
desde las Cuevas de Altamira hasta mi tiempo. Me di a la creación de formas
escultóricas, como signos que descubrieran un nuevo sentido de las artes
plásticas. Me dediqué a dibujar con pasión, de la mañana a la noche. A través
de aquellos dibujos que hacía para buscar posibles esculturas, para darme cuenta
de que era sumamente difícil salir de todo lo que a uno le rodea. Esos dibujos
que mostraba y que nadie entendía porque los veían fragmentados; para mi estaba
claro que eran trozos de caballo, de mujeres, de animales, mezclados con
montes, campos, trozos de maquinaria. Eso me llevó a la conclusión de que todo
lo que pudiera hacer yo en forma plástica existía ya. Entonces vi
clarísimamente, según mi punto de vista, que nunca lograría crear cosas
inexistentes…”[3]
A partir de 1927, los miembros se
citan en Atocha
hacia las tres y media de la tarde de cada día; éste es su punto de partida,
desde donde hacen distintos recorridos buscando motivos inspiradores de su
creatividad. Uno de ellos irá por la vía ferroviaria hasta las cercanías de Villaverde
Bajo y, sin cruzar el río
Manzanares, siguen hacia el Cerro Negro,
desde donde se dirigían hasta Vallecas. Terminaban en el Cerro Almodóvar, que lo
bautizaron como “Cerro Testigo”, pues desde él debía partir la nueva visión del
arte español. “Aprovechamos un mojón que
allí había, para fijar sobre él nuestra profesión de fe plástica, en una de sus
caras escribí mis principios; en otra, puso Palencia los suyos, dedicamos la
tercera a Picasso. Y en la cuarta pusimos los nombres de diversos valores
plásticos e ideológicos, los que entonces considerábamos más representativos;
en esa cara aparecían los nombres de Eisenstein, El Greco, Zurbarán, Cervantes,
Velázquez y otros.”[4]
A estos contactos con la
naturaleza, se unen los pintores Juan Manuel Caneja, Maruja
Mallo, Luis Castellanos o Luis Felipe Vivanco, así como literatos de la
talla de Federico García Lorca, Rafael
Alberti o José Herrera “Petere”. Todo un elenco que
aportará un panorama artístico de la situación inmediatamente antes de la
Guerra Civil, que fue el nexo de unión para los planteamientos que se retomarán
una vez finalizada esta contienda.
[1]R. Chavarri, Mito y
realidad de la Escuela de Vallecas. Madrid, Ibérico Europea de Ediciones, S.A. 1975, p.37.
[2]Ibíd., “…afirman su deseo
de un reencuentro con lo español y de manera más concreta con el medio rural…”.
p.18.
[3]Ibíd., p.30.
[4]Francisco Calvo Serraller, Escuela de Vallecas (Libro editado con motivo de la Exposición de
autores de la citada escuela, en el C.C Alberto Sánchez, entre el 18 de
diciembre de 1984 a 23 de enero de 1985). Madrid, 1984, p. 37.
https://drive.google.com/file/d/0BxPnCQ0dyqXoOUhiVXVfT0hoQzA/view
28/05/1925. Inauguración de la Exposición de artistas ibéricos, en el Palacio de Exposiciones del Retiro
Monumento a Santiago Ramón y Cajal
Victorio Macho 1926
el relieve Fuente de la Vida fue expuesto en la Exposición de Artistas Ibéricos, en el año 1925
http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/abc/1925/06/21/012.html
En España, alrededor de los años veinte del siglo XX, comienza a experimentarse una renovación artística cuyo punto de partida será la Exposición de Artistas Ibéricos (1925). Antes, otros creadores de la primera vanguardia española se hacen eco de regeneradores movimientos artísticos europeos –a través del Cubismo, Simbolismo o Surrealismo–, aunque no llegan sino a perfilarse de manera muy embrionaria. Estos cambios se producen, principalmente, entre autores jóvenes: unos, caminarán bajo la tendencia neocubista; otros, juegan con una plástica presurrealista y, algunos otros, cultivan una “pintura poética”. Todos ellos conforman un conjunto que desarrolla la mayor parte de su actividad durante los años previos a la Guerra Civil. Exposiciones colectivas e individuales son el síntoma del cambio que está produciéndose y que se generaliza entre ellos, una vez que han conectado con diversos intelectuales –poetas, novelistas, ensayistas–, que comienzan a defender sus posturas creativas en numerosas revistas de corta vida y escasa proyección.
En la mencionada exposición participan pintores como Aurelio Arteta, Luis Begaria, Luis Berdejo, José Benito Bikandi, Francisco Bores, Benjamín Palencia, Pancho Cossío o Hernando Viñes. En el panorama escultórico despuntan jóvenes con una forma nueva de entender el volumen escultórico, Emiliano Barral, Quintín de la Torre, Juan Adsuara –quien al principio se apega a la talla y la imaginería religiosa evolucionando hacía un tratamiento más orgánico de los volúmenes, consciente de que la anécdota debe pasar a un segundo plano–, Alberto Sánchez –participa con nueve esculturas y varios dibujos que le servirán para darse a conocer como artista de vanguardia, Victorio Macho– forma parte de un conjunto de escultores que propugnan una renovación de la escultura frente al academicismo imperante en el gusto de la época, Mateo Hernández –opta por la simplificación de los motivos, la rotundidad del volumen, la articulación de los diversos componentes–, Luis Marco Pérez… etc. La muestra sería clave para el desarrollo de la vanguardia en España. Puso de manifiesto la necesidad de innovación y modernidad del arte español.
A partir de este momento se producirá una diáspora de estos artistas de vanguardia. Optan por viajar a Francia en busca de nuevos lenguajes; algunos de ellos pasarán a formar parte de la denominada Escuela de París. Ahí se incluyen diversos vanguardistas españoles que trabajan estos nuevos lenguajes de cambio.
Otro grupo de autores permanece en España y protagoniza –entre 1925 y 1931–, las vanguardias plásticas y literarias y camina por unos posicionamientos neo-casticistas. Los ejemplos más sobresalientes son Alberto Sánchez, Maruja Mallo –pinta escenas populares–, el propio Benjamín Palencia, Ramón Gaya y Moreno Villa, por no hablar del cada vez más extendido desarrollo de los diversos realismos regionalistas no académicos. Así, la escultura se moverá entre la tradición y la renovación. Son complejas las cuestiones que plantea la escultura peninsular en el entorno de 1920 a 1930. Una serie de escultores, entre quienes destacan Ángel Ferrant y Alberto Sánchez, se inscribe con claridad en el ámbito de la renovación e incluso del vanguardismo.
Escultores como Francisco Asory, Xosé Eiroa Barral, Sebastián Miranda o Quitín de la Torre… continúan sumidos, intentando superar los límites de un regionalismo “anecdótico” en una visión muchas veces esencialista de Castilla, de España. Son herederos del debate suscitado por la Generación del 98, con alguno de cuyos miembros mantienen estrechos lazos cómplices. Asumiendo la iconografía de Zuloaga, se debatirán entre el realismo tradicional y la renovación del lenguaje escultórico.
Un tercer grupo se mueve con límites mucho menos precisos; son renovadores y tradicionales a un tiempo, indecisos entre el abandono de unas formas ya convencionales en exceso y la creación de una escultura nueva. Aquí, Julio Antonio junto a Victorio Macho, Juan Bautista Adsuara, Mateo Hernández, Juan Cristóbal, Francisco Pérez Mateo, Emiliano Barral y, con rasgos singulares, Daniel González. Todos ellos cuentan con una fuerte presencia social y cultural y convierten la tensión de aquella dialéctica en uno de los factores, sino en el principal, de su estilo. No es un grupo que ofrezca límites precisos, tampoco homogeneidad y si bien suele ligarse a la evolución de la “escultura castellana” no todos son castellanos, no lo es Julio Antonio, un artista catalán que se mueve en la órbita del “Noucentisme” con una influencia decisiva sobre el resto de estos artistas.
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